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murmuré a título de máxima: "Una cosa es cantar solo y otra cosa es con guitarra".

En esos trances me asaltó la tarde en una rápida fuga de luz. Acobardado por mi soledad, volvíme con los otros para saber a qué hora comeríamos.

Cenamos en campo abierto. Cerca del callejón había una cañada con unos sauces, de donde trajimos algunas ramas secas. El resplandor de la llama dió a nuestros semblantes una apariencia severa de cobre, mientras en cuclillas formábamos un círculo de espera. Las manos, manejando el cuchillo y la carne, aparecían lucientes y duras.

Todo era quietud, salvo el leve cantar de los cencerros y los extrañados balidos de la hacienda.

En la cañada croaron las ranas, quebrando el uniforme siseo de los grillos. Los chajás delataban nuestra presencia a intervalos perezosos. Los gajos verdes de nuestra leña silbaban, para reventar como lejanas bombas de romerías. Sentía el dolor del cansancio mudar de sitio en mi pobre cuerpo y parecíame tener la cabeza apretada bajo un cojinillo.

No teníamos agua y había que sufrir la sed por unas horas.