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MEMORIAS DE LA REAL ACADEMIA DE LA HISTORIA

y á Fr. Cristóbal de Salazar la de los Teguas. Don Juan de Oñate fué á visitarlas todas, así como también los llanos de Cíbola, la fuerza de Acóma y los pueblos de Zuñi, donde le hicieron las mujeres un recibimiento original, saliendo con sacos de harina y tirándola á puñados, con gran risa, á los soldados. Los hombres los invitaron á una cacería para la cual se juntaron unos 800, y partiendo á la carrera en media luna, cerraron el círculo en más de una legua, y estrechándose, siempre corriendo y gritando, echaron hacia el centro, donde estaban los españoles, gran número de liebres, raposos y otras piezas, que fué gran diversión matarlas.

Dividida la gente castellana por los pueblos, un indio llamado Zutacapán levantó con gran secreto los ánimos, alentándolos á exterminar en un día á los invasores. El Capitán Villagrá (el autor) hubo de ser de las primeras víctimas, porque volviendo de castigar á los desertores antes mencionados, le armaron una trampa en que cayó con el caballo. Abandonando armas y ropa, menos la espada, y calzándose los zapatos al revés para que dejaran en la nieve huella engañosa, anduvo cuatro días sin comer cosa alguna, escapando providencialmente. Otros no fueron tan afortunados.

Regresando de su expedición particular el Maese de Campo Juan de Zaldívar, sin sospecha de lo que ocurría, llegó al peñol de Acoma en busca de provisiones, y dejando abajo los caballos con corta guardia, subió al pueblo, siendo recibido con expresivo agasajo. Zutalcapán le dijo que enviara por las casas á los soldados á recoger los bastimentos, y así se hizo, quedando Zaldívar en la plaza con seis hombres, y á una señal del feroz cacique empezó la matanza, sin que los desprevenidos soldados pudieran defenderse; lo hizo valientemente el Maese de Campo con sus compañeros, prolongando la agonía en lucha con la muchedumbre que los rodeaba por todos lados, cubriéndolos con un diluvio de flechas y piedras. Algunos soldados se arrojaron por los riscos y cuatro llegaron abajo convida, acogiéndose á la escolta de los caballos y llevando la noticia del desastre. Murieron cuarenta y tantos hombres, cuyos cadáveres fueron despedazados y quemados.

Se desvaneció con la nueva la risueña perspectiva de los pobladores, vistiéndose de luto tantas viudas y huérfanos, acompañados en el llanto por las familias de los dispersos en reconocimientos. Avisado el General ordenó al punto la reconcentración en San Juan de los Caballeros, enviando escoltas que ampararan el viaje de los misioneros. Después convocó el Consejo de guerra, y hecha consulta por escrito, la informaron el