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voz, pero no había comprendido nada. Hizo lo que toda mujer hubiese hecho en caso semejante: sonrió. Después, con un movimiento de cabeza, dijo adiós a las personas reunidas en la escalinata, y sus caballos la arrastraron rápidos.

Pero precisamente al arrancar el coche, había visto a Darcy salir del salón, pálido, con aire triste y los ojos fijos en ella, como si le pidiese una despedida especial. Partió con el sentimiento de no haberle podido dirigir un movimiento de cabeza para él solo, y hasta pensó que se habría molestado por ello. Ya se le había ido de la memoria que había dejado a otros el cuidado de conducirla al coche; ahora las culpas estaban de su parte, y se las reprochaba como un gran crimen. El sentimiento que había experimentado por Darcy algunos años antes era mucho menos vivo que el que ahora abrigaba. Era que no sólo los años habían dado fuerza a sus impresiones, sino que las acrecentaba además toda la cólera acumulada contra su marido. Acaso también la especie de capricho que había sentido por Châteaufort, desde luego completamente olvidado en este momento, la había preparado a abandonarse sin excesivos remordimientos a la pasión mucho más viva que experimentaba por Darcy.

En cuanto a él, sus pensamientos eran de una naturaleza mucho más tranquila. Había encontrado con gusto una mujer bonita que le traía recuerdos felices, y cuya amistad le sería seguramente agradable para el invierno que iba a pasar en

Doble error.
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