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y pedía moderación, y alguno que otro viejo, cuyas observaciones se tomaban generalmente como una demostración de envidia de los que ya no pueden divertirse.

Aquel año fuí el asiduo cortejante de Teresa, un poco por iniciativa propia, un poco porque ella halló manera de cautivarme con sus monadas, acercándoseme á cada rato, en un principio, con el pretexto de ofrecerme cedulillas de la rifa, ó artículos del bazar de Caridad. Bailamos toda la noche, cuantas veces se organizó el baile para la «gente decente», en un tablado hecho á propósito junto á la «carpa» de la Sociedad; le di el brazo, acompañándola cuando ejercía sus funciones de vendedora á través de la multitud acudida del pueblo y de las aldeas y estancias vecinas, y no desperdicié la ocasión de decirla mil ternezas que la conmovían y la enajenaban, hasta el extremo de sentirla temblar, al apoyarse con abandono en mi brazo.

—¡Pero eres un malo, un perverso!—me decía.—¡No te puedo creer! ¡Si me quisieras de veras no te pasarías los meses enteros sin ir á verme! ¿Era el cuarto de hora de de Espada d'aprés Rabelais? Así lo creí, pues le declaré que si no iba á verla era porque «me daba rabia» hablar con ella, habiendo gente delante, ó con una reja de por medio.

—Si me esperaras en la huerta, donde podemos conversar á gusto, yo iría á verte todas las noches.

—¡Pero eso está muy mal hecho!—exclamó.

¿Por qué? ¿Qué había de malo? ¿No tenía confianza en mí? ¿No estábamos acostumbrados á andar juntos y solos, desde chicos? É insistí:

—No me digas que sí ni que no. Esta noche iré á la huerta. Si quieres, me esperas; si no