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intendente municipal, don Sócrates Casajuana, á la primera insinuación me concedió un empleíto rentado que iría preparándome á más altas funciones.

Pocos días después, á principios de año, tomé posesión de mi empleo, y aquí comenzó mi vida de «aprendiz de hombre...» Como todavía era muy muchacho y poco inclinado á la observación, las oficinas de la Municipalidad, cerebro y corazón del pueblo, sin embargo, me fastidiaban profundamente. Á la media hora de estar en mi puesto, sentado á una mesa llena de papeles inútiles, me moría de hastío y escapaba á divertirme en otra parte. Sin embargo, á la larga, conocí el personal superior y subalterno:

don Sócrates, el intendente, paisano astuto y retobado, gordo y de piernas torcidas, por andar á caballo desde niño de teta, gran mercachifle, gran especulador, gran rata del presupuesto; el presidente de la Municipalidad, don Temístocles Guerra, no sé si menos tosco ó más presuntuoso, gran comerciante también; el tesorero, don Ubaldo Miró, que, con un sueldo miserable alcanzaba, sin embargo, á llevar una vida casi suntuosa, gracias á su habilidad para el escamoteo y á la bondad benévola con que adelantaba los sueldos á los empleados y peones, mediante un módico interés; los secretarios, uno de la intendencia—Joaquín Valdez—otro del Concejo—Rodolfo Martirena—que andaban siempre á caza de propinas, y que las provocaban deteniendo los expedientes todo el tiempo que podían y prolongando indefinidamente la tramitación de cualquier asunto que no interesara á los partidarios más caracterizados de la «situación».

Yo estaba adscripto á la Oficina de Guías, como escribiente; pero mi jefe, Antonio Casajuana, hermano de don Sócrates, no me observaba