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días por lo menos. Pasé por su casa sin verla, dos, tres veces, á la cuarta estaba precisamente en el umbral, con su acostumbrado aspecto de sargentón que llevase la mochila sobre el pecho, y con una nueva cabellera castaña más abundante y más juvenil que nunca.

—¡Bicho feo!—silbé.

Volvió los ojos hacia mí con tal expresión al reconocerme, que el «¡Vieja mamarracho!» no pudo salir de mi boca. ¡Tuve miedo, como hay Dios! ¡Tuve miedo y eché á correr! Es la primera y última vez que he sentido el pánico en mi vida, como Facundo acosado por el tigre...

Volví á Los Sunchos con la santa intención de no poner de nuevo los pies en la ciudad, y ni siquiera fingí prepararme para los misericordiosos exámenes de marzo. No quería, no podía renunciar otra vez, ni por un momento, á mi individualidad, tan señalada en el pueblo y tan desvanecida é insignificante en aquel escenario.

«Más vale cabeza de ratón que cola de león», como decía tatita.

Mamá se encargó de arreglar las cosas á medida de mis deseos, para tenerme definitivamente á su lado. Yo «quería trabajar, empezar á ganarme la vida». Era lo más fácil procurarme una ocupación, tarea ó empleo que me preparara prácticamente á la lucha por la existencia, ya que la teoría no era de mi agrado ni «me entraba en la cabeza», como afirmaba yo.

Habló varias veces con tatita al respecto, y como me valí de Teresa para conquistar á don Higinio que, decididamente, ejercía gran influencia sobre mi destino, papá accedió sin muchas dificultades y diciéndose quizás que, como me dedicaría á la política que no exige sino «fuerza en los dedos y resolvencia», cualquier camino era bueno, con tal que me permitiera meterme en danza lo más pronto posible. Y el