desde hacía mucho. Minutos después entraba en el Café de la Esperanza, buscando á mis amigos, y la casualidad quiso que papá estuviera allí, jugando á la treinta y una ciega. Hizo como que no me veía, y siguió su partida tranquilamente. Este síntoma me pareció mucho más favorable y decisivo que todos los anteriores.
¡Adiós los Zapata! Salí con mi pandilla, buscando un sitio más libre para reanudar nuestras diversiones. Los camaradas me habían recibido con grandes muestras de alegría y entusiasmo, y como llevaba en el bolsillo los bolivianos que Contreras no quiso recibir, hicimos aquella noche, en el trinquete de la Zorrita, la más memorable de las fiestas, continuada en el mismo diapasón hasta formar una como cuaresma de vida maravillosa, que me parecía un sueño encantado después de mis prisiones en la ciudad.
Pero, ni aun embriagado por estas delicias, descuidé completamente la parte seria de las cosas, y mal seguro todavía de mi elocuencia que podía fallar por causas exteriores y transitorias, escribí á mi padre una larga carta, modelo de diplomacia juvenil, y de la que destilaban las indirectas lecciones zapatiles. Decíale que, dado mi carácter, tan análogo al suyo—cosa de que me enorgullecía,—la corrección de mi conducta dependía precisamente de la mayor ó menor amplitud de mi libertad, pues nunca haría yo lo de otros que, desconociendo su valor, abusan de ella hasta perderla. Á mí, como á él, sin duda, la sujeción me enloquecía.
Su afectuosa vigilancia (tan distinta del malévolo espionaje de gente incapaz de interpretar acciones y menos aún pensamientos), había sido hasta entonces más que suficiente para hacerme cumplir con mi deber, y no valía la pena—antes bien era un error,—cambiarla por un despotismo