callábamos, y las mismas chinitas que servían la mesa se deslizaban sin ruido, como sombras, asustadas por la tormenta. Hasta la lámpara de petróleo me parecía lanzar una luz trágica sobre el mantel. Por último, al servirse el asado de tira con ensalada de lechuga—aún me parece verlo en la fuente, con las angostas costillas en forma de escalera, cubiertas de morena película, y la gordura dorada chorreando jugos y chirriando todavía,—mi padre me preguntó con tono natural:
—¿Y cómo ha sido eso? Repetí el relato, primero tímidamente, después con cierta entereza, al final entusiasmado por mis propias palabras, acumulando cargos contra don Claudio, contra misia Gertrudis, descubriéndolos con repentina clarividencia, inventándolos á veces. Y, por último, indignado de veras, exclamé:
—Se vengan en mí de que son unos pelagatos, y me hacen pagar los desaires que les hace todo el mundo. ¡Se alegran de tener como un sirviente, como un esclavo, nada menos que al hijo de Gómez Herrera!...
¿Quién dijo que la lisonja es la mercancía más barata y más productiva? Sea quien sea, dijo una gran verdad.
Tatita se sintió herido en su amor propio ó encontró aquella coyuntura favorable para hacer una diversión y encaminarse á sus verdaderos propósitos. El caso es que vi pasar un relámpago por sus ojos, y juzgué que había tomado el buen rumbo.
—¡No respetan á nadie!—agregué.—Para ellos todo es cuestión de suerte y de favoritismo, y los más ricos y los que pueden más, no son más que unos busca vidas.
—¡Hum, hum!—hizo tatita, receloso.—¿Han hablado de mí?