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ojo con el mal genio de don Fernando». Y, para hacerlo mejor, detuvo la galera en una callecita solitaria, á corta distancia de casa, guardó la maleta para enviármela más tarde, y me estrechó campechanamente la mano con la suya, como papel de lija, diciéndome:

—Y ahora, compadre, bajesé y vaya corriendo á su mamá, que es la única que tendrá lástima de sus penurias... Dígale que aquí, como en cualquiera otra parte puede «hacerse hombre».

¡Hacerse hombre!... Rodó la galera, siguiendo su camino, y yo me quedé inmóvil, alelado, entre alegre y temeroso. Allá, muy lejos, quedaban la ciudad, el Colegio, doña Gertrudis, don Claudio, el latín, el infierno, como una horrible pesadilla. Estaba en Los Sunchos, en «mi» pueblo, en mi teatro, y aunque receloso de lo que iba á ocurrir, me sentía con más valor, con más fuerzas, dueño de mí mismo, en fin!

X

Mi madre me recibió con transportes de alegría, extraordinarios en ella, y después de abrazarme y besarme mil veces, como loca, se echó á llorar de pronto, sin preguntarme nada, mezclando sus besos, sus abrazos, sus risas y sus lágrimas con exclamaciones entrecortadas y frases de cariño. Era un alma amante la de mamita, un alma apasionada que, sin embargo, no pudo tener en la vida más pasión que yo, olvidada como estaba por los hombres y las cosas, y que sólo se desahogaba en una religión muy alta y muy pura, aunque bastante velada por la superstición, ó mejor dicho, por una especie de iconolatría quietista. Sólo después de