de la calle, casi siempre á la vista de la vigilante centinela, pero cuidando de desaparecer á veces un momento, para que fueran adormeciéndose sus sospechas. Cuidé también de hablar mucho por aquellos días, de un paraje pintoresco, á una legua ó poco más de la ciudad, al otro extremo del Poste Blanco, que habíamos visitado en una excursión con los Zapata, y donde el río, que más cerca era apenas un hilo de agua tendido sobre un inmenso lecho de cantos rodados, ofrecía entonces, gracias á una especie de dique natural, un buen bañadero y un excelente sitio para pescar bagres y dientudos. El «Mojarral» con sus sauces, sus peces y su bañadero no se me caía de la boca, y cualquiera hubiese jurado que yo no pensaba en otro paraíso.
—¡Así me gusta! ¡Estás muy estudioso!—decía misia Gertrudis, no sin sorna, al verme salir de mi cuarto, con el libro en la mano, casi de madrugada.—Si seguís así, un día de estos te vamos á llevar al «Mojarral».
—¡Sí! Pero que sea pronto... ¡Tengo tantísimas ganas! En fin, un martes por la noche deposité una maletita con parte de mi ropa en el fondo de la huerta, que daba á una calle excusada, y en un rincón de donde podría sacarla fácilmente sin ser visto. Me acosté, en seguida, pero no me fué posible dormir: la fiebre me devoraba, considerábame libre ya, y renacía en mí el muchacho inventivo y resuelto de Los Sunchos, aparentemente domado por el freno terrible de los Zapata, hasta el punto de buscar en mi imaginación cómo vengarme de misia Gertrudis.
No encontré, por el momento, castigo alguno digno de su perversidad, y dejé que la ocasión me ofreciera la venganza, jurándome, sin embargo, no abandonar jamás este santo propósito.