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sabroso para ellos dominarme, engañando á tatita, so color de rigidez de principios. No cejé, sin embargo, y volví al asalto por la parte más débil, escribiendo una y otra carta á mamá, con tantas jeremiadas, revueltas entre repeticiones y faltas de ortografía, que la buena señora se resolvió, por fin, á desobedecer de lleno, y quizá, por primera vez, á su marido, enviándome algunos pesos bolivianos que yo le pedía con el pretexto de suavizar un tanto mis amarguras y comprar libros y otras cosas necesarias.

Una vez dueño de este capital maduré mi proyecto de fuga, no tan fácil como á primera vista podría creerse: me costó días enteros de meditación, pero el plan resultó de una pieza.

La galera para Los Sunchos salía los lunes, miércoles y viernes muy temprano, de una posada céntrica, el Hotel de la Bola de Oro, y después de atravesar la ciudad, se detenía en una pulpería de las afueras—la Esquina del Poste Blanco,—especie de sub-agencia para encomiendas y pasajeros, antes de emprender seriamente el galope, camino real adelante. Allí había que tomarla, no cabe duda, pues atravesando la ciudad alguien entre los acostumbrados espectadores del paso de la galera, había de verme, necesariamente.

Los hábitos recién adquiridos de disimulo me sirvieron en la circunstancia como si sólo para ella me los hubieran inculcado; después tuve ocasión de utilizarlos muchas veces con éxito, probando que los frutos de la buena educación no se pierden nunca. Bueno, pues; con gran sorpresa y mucho gusto de misia Gertrudis, que hasta entonces tenía que despertarme tres y cuatro veces cada mañana, comencé á madrugar por iniciativa propia, y á dar cortos paseos, con el libro en la mano, como quien estudia, primero en la huerta, después en la acera