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siquiera, tras él, la sombra omnipotente y amenazadora del papá. Esta enemistad, que se traducía en agresiones colectivas, manteos, «ronga-catonga» bailadas en torno mío, no sin puñetazos, puntapiés, escupidas y otras amenidades escolares, de que nunca me quejé á los superiores por caballeresco puntillo, cedió un tanto, casi por completo, después de varios combates con «los más guapos», en los que, por fortuna, resulté casi siempre vencedor. Pero la sorda hostilidad no cesó nunca, porque, envalentonado con mi triunfo, me mostré altivo en demasía, y porque mi forzoso aislamiento, fuera de las horas de clase y de los recreos en los claustros sombríos ó en el gran patio del Colegio, no me permitía cultivar amistad alguna, ni aun la del mismo Pedro Vázquez, alumno de segundo año ya. ¿Cómo hacerme de camaradas íntimos, si don Claudio ahuyentaba en la calle á mis condiscípulos, que de otro modo quizás se hubieran unido á mí? El estudio me interesaba muy poco; antes que aprender las largas lecciones de memoria, el musa musae, el bonus, bona, bonum, la nomenclatura interminable de los departamentos de provincia, los cuentos insípidos del Compendio de Historia Sagrada, prefería quedarme horas enteras mirando al aire, evocando las risueñas imágenes de Los Sunchos, ó rehaciendo las complicadas intrigas de las novelas. Era el más «burro» de la clase, pero mi insuficiencia no me molestaba en lo más mínimo, ni por mis condiscípulos ni por los profesores, olfateando instintivamente en estos últimos, quizás, una insuficiencia si no mayor, más perniciosa aún.

Salvo raras excepciones eran ignorantes, se limitaban á tomar las lecciones con el texto en la mano, «docti cum libro», y contestaban rara vez á las preguntas que se les hacía para