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que debió asumir colosales proporciones, pues mucho más tarde parecióme oir, entre sueños, gran vocerío é inextinguibles carcajadas.

Algo monótonos, pero agradables por la libertad que me procuraba mi papel de cola de tatita, á quien seguía á todas partes, esquivándome en todas para fumar ó corretear, pasaron los días que me separaban del misterioso y vagamente temido examen de ingreso.

Entré en la vasta aula, abovedada y solemne, pese á su poca elevación y merced á su aspecto alargado de catacumba, y me mezclé con otros chicos, más azorados que yo, casi sin ver la mesa examinadora, allá, en el extremo de la sala, destacándose con su tapete verde, su campanilla de plata y el amenazante bombo de las bolillas, sobre la pared blanca de cal, bajo un gran crucifijo negro, de madera, y tras de la cual se sentaban, en el medio don Néstor con su sonrisa, á la derecha el doctor Orlandi con el bigote y la perilla más negros que el betún, y á la izquierda un hombrecillo pálido y enjuto como un haz de sarmientos, quien, según después supe, era el doctor Prilidiano Méndez, profesor de latín, idólatra de esta lengua que, muerta y todo, era para él el Paladión del saber y la civilización humanos: quien ignorara el latín «estaba dispensado de tener sentido común», y quien lo supiera podía, á su juicio, ignorar todo lo demás y ser, sin embargo, una deslumbrante lumbrera.

No entendí nada en los abracadabrantes interrogatorios sufridos por los muchachos que me precedieron, y preguntas y respuestas eran para mí un zumbido molesto de cosas informes, el rezongo de una liturgia desconocida. Pero una desazón me oprimía el pecho, perdido ya completamente mi aplomo de Los Sunchos, y