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Máximo Colodro, intendente de la ciudad, y el doctor Vivaldo Orlandi, médico italiano, situacionista, que acumulaba los cargos de director del hospital, médico de policía y de la municipalidad, profesor del Colegio Nacional y no recuerdo qué otra cosa, con gran ira y escándalo de sus colegas argentinos.

El que absorbió toda mi atención en los primeros momentos fué, con justicia, el doctor Orlandi. Hombre de cincuenta y cinco á sesenta años, alto, delgado, seco, de ojos negros pequeños y vivísimos, cutis aceitunado y rugoso, nariz aguileña algo rojiza en el extremo, gran cabellera que, como el bigote y la perilla que llevaba á lo Napoleón III, era de un negro tan negro que resultaba sobrenatural, decía pocas palabras, con rudo acento piamontés, en tono siempre sentencioso y dogmático. Después me aseguraron que era un cirujano habilísimo, el mejor de las provincias, y que en su mano hubiera estado conquistar, como médico, la misma capital de la república. Esto no me admiró tanto como su sombrero de copa, inmenso y brillante, que llevaba de medio lado y hundido hasta las cejas cuando andaba por la calle y que, en la circunstancia, había puesto cuidadosamente sobre una de las consolas de jacarandá. También me ocupó don Néstor, anciano bajo y grueso, blanco en canas, de cara de luna llena, muy risueño siempre, amable conversador de ancha y roja boca, cuyos labios carnosos y sensuales relucían húmedos como besando las palabras que modulaba no sin gracia con una especie de cadenciosa melopea. Le gustaba hablar de «los tiempos de antes», y al referirse á su juventud parecía buscar el testimonio de misia Gertrudis con una sonrisa picarescamente expresiva. Varias veces se insinuó en la mesa que «había sido muy diablo», cosa que me