tirar las piernas», frase cuyo significado interpreté al momento: irían hasta el café ó el club á jugar al billar ó el truco, y á beber el vermouth de la tarde. Fuí el primero que se puso en pie lanzando un suspiro de liberación. De los visitantes, unos se excusaron, otros se dispusieron á acompañar á tatita.
—¡No vuelvan tarde, que pronto va á estar la cena!—recomendó misia Gertrudis con una sonrisa avinagrada, la más dulce, sin embargo, de su corto repertorio.
Salimos, pues, y en el trayecto comencé á conocer la «maravillosa» ciudad de calles angostas y rectilíneas formadas por caserones á la antigua española, de un solo piso, algunas con portales anchos y bajos, pretendidamente dibujados á lo Miguel Ángel, sobre cuyo dintel solía verse, entre volutas, ya una imagen de bulto, ya el monograma I. H. S., flanqueados, algo más abajo, por series de ventanas con gruesas y toscas rejas de hierro forjado. Á cada cien varas ó menos se veía la fachada, el costado ó el ábside de alguna iglesia ó capilla, el largo paredón de un convento, y de algunas tapias desbordaban sobre la calle las ramas de las higueras, el follaje de las parras, el verdor grisáceo de durazneros y perales polvorientos. Por las ventanas abiertas solían entreverse, al pasar, las habitaciones interiores de las casas, análogas á la sala de don Claudio, con escasos muebles, piso de ladrillo ó de baldosa, tirantes visibles, paredes encaladas é ingenuos adornos cuyo motivo principal eran las estampas de santos, las vírgenes de yeso, y á veces un retrato de familia groseramente pintado al óleo. Todo aquello era primitivo, casi rústico, de un mal gusto pronunciado y de una inarmonía chocante, pero debo confesar que esta impresión es muy posterior á mi primera visita, por-