luyas, una consola de jacarandá muy lustroso y muy negro, sosteniendo un niño Jesús de cera envuelto en oropeles y encajes de papel, el piso cubierto con una vieja estera cuyas quebrajas dibujaban el damero de los toscos ladrillos que pretendía disimular, y el techo de cilíndricos troncos de palma del Paraguay, blanqueados también y medio descascarados por la humedad, como si tuvieran lepra.
Dos chinitas descalzas y vestidas con una especie de bolsas de zaraza floreada, atadas á la cintura formando buches irregulares y sin gracia, con las trenzas de crin, azul á fuerza de ser negro, pendientes á la espalda, la tez muy morena, las narices chatas, la mirada esquiva y recelosa como de animal perseguido, los ademanes bruscos é indecisos, como de semisalvajes, hacían circular entre las visitas el interminable mate siruposo, endulzado con grandes cucharadas de azúcar rubia de Tucumán, acaramelada con un hierro candente y perfumada con un poco de cáscara de naranja. Eran el acabado reflejo de las chinas de casa—que no he descrito,—pero menos resueltas, menos vivarachas, menos bonitas y más desarrapadas también.
Yo me aburría solemnemente, fuera del ancho círculo regular que formaban las visitas, sentado en un rincón obscuro, olvidado por todos, muerto de hambre, de cansancio y hasta de sueño, porque después de escuchar un rato la chismografía social y política á que se entregaban aquellos ciudadanos, hablando á ratos cuatro y cinco á la vez, mi atención se había relajado y me dejaba presa de un sonambulismo que sólo me permitía oir palabras sueltas, que no me sugerían sino imágenes borrosas é inconexas. Mi padre puso, por fin, término á esta situación, proponiendo un paseo «para es-