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cho como alforjas, porte militar, gran cabellera castaña—postiza, claro,—bozo negro en el labio, mano de gañán, mirada imperativa, voz agria y fuerte, nariz de loro, pie de gigante? ¿Era el macho aquel pajarraco enclenque, delgado como una vaina de daga sobre la que se hubiese puesto una pasa de higo con bigote y perilla blancos (caricatura de tatita), con dos cuentas de azabache en vez de ojos?—La hembra, digo, al verme inmóvil y cortado, dando vueltas al chambergo al borde de la acera, creyó llegado el momento de representar su papel femenino, mostrándose algo afectuosa, y se dirigió á mí, diciéndome las palabras más agradables y maternales que se le podían ocurrir. Pero su voz tenía inflexiones desapacibles, y pese á sus melosos aspavientos, me produjo una sensación de antipatía, algo como una intuición de que todo aquello era falso y de que por su parte me aguardaban muchas desazones. Tan honda fué esta impresión que—vuelto á ser niño, como ya dije,—los ojos se me llenaron de lágrimas que disimulé y me sorbí como pude porque nadie advirtiera una emoción de que nadie se preocupaba en realidad, pero que hubiera desconsolado á mamita, si la hubiese supuesto y que la hubiera desesperado si la hubiese visto...

Algunos amigos de mi padre, noticiosos de su llegada, acudieron á saludarlo, y poco á poco llenóse de gente la vasta sala desmantelada, de la que recuerdo, como decoración y mueblaje, una docena de sillas con asiento de paja—las de enea ó anea de los españoles—dos sillones de hamaca, amarillos, montados sobre simples maderas encorvadas, paredes blanqueadas con cal, de las que pendían algunas groseras imágenes de vírgenes y santos, iluminadas con los colores primarios, como las de Epinal, ó las ale-