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adulaban, exteriorizando familiaridades que parecerían excluir toda adulación! ¡Y cómo me sentía yo orgulloso de ser hijo de aquel dominador, tan servilmente acatado!...

Llegamos, por fin, á la ciudad, anquilosados por tan largas horas de traqueo. La galera rodó por las calles toscamente empedradas, despertando ecos de las paredes taciturnas, y haciendo asomarse á las puertas las comadres que nos seguían con la vista, curiosas, inmóviles y calladas, ladrar furiosos los perros alborotadores, correr tras el armatoste desvencijado la turba de chiquillos sucios y casi desnudos, cuyo entusiasmo tiene manifestaciones de odio, en la torpe confusión de los instintos y las sensaciones.

Y, al caer la tarde, entre resplandores rojizos, cálida y triste, la galera nos depositó frente á la casa de don Claudio Zapata, «la casa cristiana, donde no había malos ejemplos, perdición de los jóvenes», reclamada por mamita. Don Claudio y su mujer nos aguardaban á la puerta.

Ambos hicieron grandes agasajos á tatita, casi sin parar mientes en mí, lo que me lastimó mucho, pensando que estaban llamados á constituir provisionalmente toda mi familia. Con la indiferencia de mi padre y el apasionamiento de mi madre se llegaba á un término medio mucho más caluroso. Y esta primera impresión tuvo una fuerza incalculable: de semihombre que era en Los Sunchos, me sentí, de pronto, rebajado á niño, regresión que iba á seguir experimentando después, y que se manifestó de nuevo, en otras proporciones, cuando me estrené de lleno en la vida bonaerense, años más tarde...

La hembra de aquella pareja—¿era la hembra, aquel sargentón de fornidos hombros, pe-