isósceles de base inapreciable, ó subiendo á las lomas en curvas serpentinas que desaparecían de pronto para reaparecer más lejos como una cinta estrecha y ennegrecida por el roce de cien manos pringosas. Pocos árboles, unos, verdes y melenudos, como bañistas que salieran de zambullirse, otros, escasos de follaje, negros y retorcidos, como muertos de sed, salpicaban la campiña, cortada á veces por la faja caprichosa y fresca de la vegetación, siguiendo el curso de un arroyo, pero sin interés, con una majestad vaga y difusa, indiferente, en suma, para la mayoría, y mucho más para mí, que, medio adormecido, pensaba confusamente en mis compañeros, en Teresa, un poco en mi madre, desconsolada, y un mucho en la vida de desenfrenado holgorio que llevara durante tantos años en Los Sunchos. ¿Se había acabado la fiesta para siempre? ¿Me aguardaban otras mejores?
En las postas, mientras Contreras, los postillones y los peones «ociosos», lentos y malhumorados, reunían los caballos, siempre dispersos, aunque la galera tuviese días y horas fijos de «paso», los pasajeros todos bajábamos á estirar las piernas entumecidas en la inmovilidad. Como estas postas eran, generalmente, una esquina ó pulpería—pongamos mesón, para hablar castellano y francés al mismo tiempo,—se explicará la inevitable ausencia del refresco hípico, con la imperativa presencia del refresco alcohólico. Tatita pagaba la copa á todo el mundo, y la caña con limonada, la ginebra ó el suisé,[1] daban nuevas fuerzas á nuestros compañeros de viaje para seguir desempeñando resignadamente el papel de sardinas. ¡Cómo lo
- ↑ Mezcla de ajenjo, horchata y agua, usual entonces y llamada suisé porque... el ajenjo venía de Suiza...
aventuras.—4