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mines del país, que ella misma cultivaba, y me dijo sonriente, al despedirme:

—Y no hagáz como antez, no seaz tan «chúcaro». Vení á vernos de cuando en cuando.

—¡Ya lo creo que vendré!

Y fuí todos los días, á veces mañana y tarde, preferentemente cuando don Inginio no estaba en casa. Renació así la intimidad de la niñez, pero en otra forma. Aunque evidentemente enamorada de mí, aunque cándida y confiada, Teresa se mantenía en una reserva que, en otra mujer, hubiera parecido calculada y hábil. Sin tomar demasiado á mal mis avances, sabía tenerme á distancia y rechazar sin acrimonia toda libertad de acción, permitiéndome, en cambio, todas las que de palabra me tomaba. Éstas no eran muchas, á decir verdad, porque los abstrusos ó almibarados requiebros que me proporcionaban algunas novelas, me parecían incomprensibles para ella, é inadecuados por añadidura, mientras que las fórmulas oídas en mi mundo rústico é ignorante, las burdas alusiones, los equívocos rebuscados y brutales, la frase cruda, grosera, primitivamente sensual, asomaban, sí, á mis labios, pero no salían de ellos, por una especie de pudor instintivo que era, más bien, buen gusto innato comenzando á desarrollarse. Jugábamos, en suma, como chiquillos, corriendo y saltando, nos contábamos cuentos y ensueños, y había en ella una mezcla de toda la coquetería de la mujer y todo el candor de la niña, que irritaba y, al propio tiempo, tranquilizaba mis pasiones...