V
Al día siguiente, bien temprano, cuando desperté, como si el sueño hubiese sido sólo un paréntesis, y aunque me sintiera fresco, dispuesto y con la cabeza despejada, reanudóse la pesadilla y la imaginación recobró sobre mí su imperio tiránico. Menos nervioso, sin embargo, me vestí con un esmero que no acostumbraba, y me dirigí á casa de Teresa, resuelto á aclarar la situación, absolver posiciones, y, si á mano venía, enrostrarle su desvío y acusarla de traición. Y, en pleno drama, me sentía alegre.
Ya he hablado de la vehemencia de mi carácter y de mi empuje para realizar mi voluntad; no extrañará, pues, que en aquella época estas peculiaridades llegaran á la ridiculez, y menos si se tiene en cuenta, por una parte, que dada la inexperiencia de la muchacha mi tontería no resultaría para ella ridícula, sino dramática, y por otra, que aquella mañana primaveral hacía un calor bochornoso y enervante, soplaba el viento norte, enloquecedor, el sol, á pesar de la hora temprana, echaba chispas, y la tierra húmeda con las lluvias recientes, desprendía un vaho capitoso, creando una atmósfera de invernáculo.
Don Inginio acababa de salir á caballo, y Teresa tomaba mate, paseándose lentamente en el primer patio, cuando yo llegué. Al atravesar nuestro jardín asoleado y la calle, cuyo suelo de tierra abrasaba bajo el sol, sentí como un zumbido en el cerebro, y toda mi tranquila frescura desapareció. No vi á Teresa, no vi más que una imagen confusa, morena y sonrosada, con largas trenzas cadentes sobre el suelto vestido de muselina, y olvidando toda la escena