pensar en la ridiculez y la inutilidad de mi acción, salí á la calle y, envuelto en la sombra de la noche, sola ánima viviente en el pueblo amodorrado, comencé á tirar piedrecitas á los vidrios de la que, improvisamente llamaba ya «mi novia», con la esperanza de verla asomarse y de trabar con ella el primer coloquio sentimental, vibrante de pasión... Como ni ella ni nadie se movió en la casa, al cabo de una hora de salvas inútiles me volví desalentado, como quien acaba de sufrir un desengaño terrible, creándome toda una tragedia de indiferencia, infidelidades y perfidias, en la que no faltaban ni el rival, ni el perjurio, ni el arma homicida con sus consiguientes lagos de sangre.
¡Oh, imaginación desenfrenada! ¿Quién podrá admitir que, sin otra causa que el propio demente arrebato, aquella noche pensé en el suicidio, lloré, mordí las almohadas y representé para mí solo toda una larga escena de violencias románticas?... Hoy quizá me explique aquel estado de ánimo. De mí podía decirse, seguramente, que por la edad y el temperamento, amén de las lecturas especiadas, me hallaba en el punto en que no se ama una mujer, ni la mujer en general, sino sencillamente en que se comienza á amar el amor; situación difícil y peligrosa, á poco que falten los derivativos.
Pero, con toda mi desesperación, después de divagar, algo febril, acabé por dormirme tan tranquilo, como si nada hubiese pasado. La pesadilla en vigilia cedió su lugar al sueño sin ensueños de la adolescencia que se fatiga hasta caer rendida con el esfuerzo físico de largas horas.