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nas y las cosas de mi ambiente, y me decía por instinto, sin reminiscencia histórica alguna: «Más vale ser el primero aquí, que el segundo en Roma». Es que, en realidad, me divertía, satisfaciendo todos mis apetitos, en la forma que más arriba dejo anotada. Para no ser demasiado explícito, agregaré, tan sólo, que me había hecho asiduo lector de Paul de Koch, de Pigault Lebrun, del abate Prevost, traducidos al castellano, pero que si bien estos autores me divertían, no me contaban nada nuevo, aparte algunas inverosímiles intrigas. Me hacían, sí, soñar, en ocasiones, con aventuras imposibles ó difíciles, más altas y envanecedoras que la resignada pasividad del estropajo ó su servil provocación. Con las vulgares realizaciones de los libros humorísticos, luchaba en mi imaginación el idealismo sensual de algunas novelas románticas, y estas dos fases de la sensación, conviviendo en mi cerebro, me hacían pensar ora en la mujer tal cual la conocía, con el simple atractivo del sexo, ora en esa entidad superior de la «gran dama», golosina exquisita y complicada.

Estos sueños, no me cabía duda, eran realizables y se realizarían después, mucho después, cuando hubiera conquistado brillante posición, cuando hubiera hecho... ¿Hecho, qué? Lo ignoraba, pero debía ser alguna hazaña notable, algo dentro del género guerrero ó político, una victoria decisiva sobre el enemigo—¿qué enemigo?—que me hiciera un nuevo Napoleón; ó un triunfo colosal sobre mis adversarios—¿qué adversarios?—llave que me abriese de par en par las puertas del poder; ó la adquisición de una fortuna inmensa—¿por qué herencia, lotería ó hallazgo?—que me convirtiera en un Montecristo criollo. Todo esto era, naturalmente, nebuloso y variable, y mi ambi-