á salvo. El honor sí; pero, ¿y el puesto? ¡Vamos! ¡como si el puesto no me correspondiera! El Presidente era meticuloso y bastó aquel boceto de escándalo para que hiciera encarpetar la credencial de Vázquez, mezclado á un mal asunto de crédito de la época todavía execrada y no bastante maldecida.
El miércoles me presenté en casa de Vázquez y le di los veinte mil pesos.
—¡Aun con esto estoy arruinado!—sollozó.
—No creas. Ve á ver á mi suegro. Yo he hablado con él. Rozsahegy está seguro de recoger esas malhadadas letras con cinco ó diez mil pesos cuando más. Es un «chantage». No tengas escrúpulos.
—No lo haré. Me importa poco. Me voy al campo á trabajar. Es lo que me aconseja María.
¡María! Sentí de pronto el áspero deseo de verla, de hablar con ella, y prolongué la conversación con la esperanza de conseguirlo.
—Irse al campo es inútil sin capital, sin una estancia. ¿Qué harás?
—Poco me importa.
—Un hombre de tu mérito...
—Mi mérito es nulo.
—¿Por qué?
—Porque no puedo amoldarme á las circunstancias, ni servir á nadie, ni ser mi propio instrumento.
Me sueño pintor, escultor, herrero, ebanista, y, en último caso, labrador ó pastor.
¡Ah, Mauricio, si todo el mundo fuera como tú!...
¿Es amargo esto? No. La vida es la amarga.
Uno tiene que ir abriéndose camino á costa de los otros por la fuerza, por la astucia ó por ambas cosas á la vez.
Pero María me preocupaba tanto en aquel momento, que acabé por preguntar: