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y rápidamente, porque ya la pluma se me cae de las manos.

Vázquez y yo deseábamos la misma cosa desde hacía mucho, pero uno y otro tropezábamos con la misma dificultad: la mala voluntad del Gobierno, disfrazada bajo una enorme cantidad de pretextos plausibles, como, por ejemplo, la de que no éramos diplomáticos de carrera, y no cabía en lo posible postergar á los viejos ministros para darnos un puesto superior (á él ó á mí), como si esto no se hubiera hecho toda la vida y no fuera á seguir haciéndose por los siglos de los siglos.

Pedro tenía dos elementos en su favor y en su contra al propio tiempo: era empeñoso y necesitaba de ese puesto para salvarse de la miseria.

Yo soy tenaz, también, aunque tengo, ahora, en la madurez, la virtud de no demostrarlo, pero, en cambio, no necesito realmente de nada. Cualquier cosa que ambicione para mi brillo personal, puedo pedirla «para servir al país», y aceptarla luego en condiciones inaceptables para los demás, con la simple diferencia de que luego le he de sacar ventajas inesperadas, como tantos que reciben «gratificaciones» por trabajos completamente desinteresados, al parecer, en un principio...

Pero esta vez mis cálculos salieron errados ó poco menos. Las probabilidades de Vázquez subieron un día á términos tales que su nombramiento era inminente.

Por indiscreción, lamenté esto delante de de la Espada, que, mirándome de hito en hito, murmuró:

—Yo lo mataría con cuchillo de palo.

—¿Dónde está ese cuchillo?

—¡En lo que debe!

—¡Bah!