Se sentó. Calló un instante, mientras yo lo miraba sonriendo. Después, reanudó la charla:
—Soy un fracasado, Mauricio, y me atengo á todas las consecuencias de esto. No tenía dedos para organista, por ser gallego, ¡bueno, está bien! Pero no soy tonto, y tengo algún talento, sin muchas pretensiones, tú ya lo sabes.
Cincuenta pesos son cincuenta pesos... suma respetable, sobre todo para mí, que hace cinco minutos no tenía un centavo ni de dónde descolgarlo...
Pero dentro de diez días ó de dos horas, me volveré á encontrar en la misma situación...
Para salvarme, no hay más que esto:
tómame á tu servicio; yo seré tu secretario, tu comisionista, tu amanuense, tu perro... En tu situación, necesitas quien te ayude en lo fundamental, porque tienes todo tu tiempo ocupado en lo superfluo. Yo te buscaré los datos que necesites, redactaré tus informes, escribiré tus cartas, compondré tus discursos, y...
Se interrumpió al ver mi mal gesto, y cambiando otra vez de tono, dijo, como un Marcos de Obregón:
—No hay hombre sin hombre, don Mauricio Gómez Herrera. Yo no reclamo, yo no pido nada.
Yo suplico tan sólo mi derecho á vivir, aunque cigarra sin arte. Empiezo á ser viejo, y un gran señor como don Mauricio debe comprender que estas palabras son decisivas, aunque vengan de un pobre hombre como yo. Es triste que...
—Ven á verme mañana—contesté, divertido.—Hablaremos mañana.
Fué hasta la puerta, volvió, y, modestamente, dijo:
—Suprimiré toda familiaridad. «Yo también sé» cuánto molesta la familiaridad intempestiva...