actitud antes, durante y después de la revolución se consideraba, no un milagro de equilibrio, como lo era realmente, sino una prueba irrefutable de mis altas dotes de estadista. En antesalas de la Cámara, en la Casa Rosada, en las redacciones de los diarios, comenzó á hablarse en broma de mis probabilidades de ser ministro á la primera vacante. Tomélo á broma, me hice tan modesto, tan pequeño, que las burlas fueron poco á poco perdiendo de acritud y displicencia y llegaron á hacer ver como posible una cosa á la que, desde luego, estaba acostumbrado ya el oído de la mayoría.
Mi carrera empezaba, ó mejor dicho, estaba terminada.
Se habló una vez, en serio, de «ministrarme», y hubo quien fuera á proponérmelo. Era años más tarde de los sucesos que acabo de narrar, seguía yo, por fuerza de inercia, siendo diputado de mi provincia, pero la situación me pareció harto ambigua, con un Presidente honestísimo, pero inseguro y burgués, y no me resolví á apuntalarlo, y á hacer un pasaje de ave migradora por el Ministerio. Resentidos aún por la crisis financiera, los negocios no habían tomado empuje, y yo, muy rico, no era rico todavía, aunque viviera como tal, y no me era permitido meterme en las honduras de ministro sin repetición, es decir, de ministro de dos meses, muerto para siempre como futuro ministro.
Rechacé la oferta, diciendo que mejor servía al Gobierno desde abajo que desde arriba.
Lo que me sonreía era una legación, y volví á este viejo sueño, diciéndome: «en Europa, no en América, como antes». Pero el competidor nato salió otra vez á mi encuentro.
Vázquez pretendía, precisamente, la única legación de alguna importancia á que entonces se podía aspirar. Vázquez ha sido siempre