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cir, por las manifestaciones de ellos mismos, bajo otra forma.

Yo, por mi parte, en aquel tiempo, no podía estar menos vigilado ni gozar de mayores libertades; era dueño de mí mismo, y en esta independencia total realicé actos que no son para contarlos y á los que sólo me refiero por la influencia que tuvieron después sobre mi carácter. Mamita pasaba los días taciturna y casi inmóvil, cosiendo, tomando mate ó rezando, presa de incurable melancolía, que sólo ahuyentaba un momento para abrazarme y besarme con transporte enfermizo. Tatita, siempre ocupado ó entretenido fuera de casa, no tenía tiempo ni quizás interés de imponerme una moral medianamente rígida. No los critico ni hay para qué. Sin duda, ella, en su candor de mujer siempre aislada, no llegó nunca á sospechar que mi inocencia corriera peligro, y mi padre pensaba, probablemente, que no tenía por qué preocuparse de cosas que habían de suceder más tarde ó más temprano, tratándose de un muchacho robusto, de salud de hierro, alegre, decidido, apasionado, que sólo se enfermaba, ó mejor, enervaba con la oposición á sus antojos y la restricción á su autonomía. ¿Qué quiere un padre, si no es que sus hijos resulten bien aptos para la vida y sepan manejarse por sí solos, en lo sentimental como en lo material, en lo intelectual como en lo físico?

Á un buen padre, como yo lo entiendo, le basta, en suma, con que sus hijos sean inteligentes y no le falten al respeto. Era nuestro caso. Yo daba pruebas de no ser tonto y estaba muy lejos de no respetar á mi padre. Por el contrario, le admiraba y veneraba, porque era el caudillo indiscutible del pueblo, y todos le rendían pleito homenaje; porque siempre fué «muy hombre», es decir, capaz de ponérsele de-