Sólo había sufrido una que otra pulla, sobre mi inactividad.
—Aquí no estamos en mi provincia—repliqué,—y esto es una cuestión militar. No quiero hacer de mosca de la fábula, y complicar la cosa so pretexto de simplificarla. Que el que manda me mande, y yo obedeceré.
La revolución cayó y con ella, de rechazo, cuatro días después, el Presidente de la República, contra quien se ensañaron el populacho, la juventud inconsciente y algunos de los que le habían arrastrado á los peores extremos, para demostrar que no tenían participación en la culpa. Y así se fué, entre el vocerío, un jefe que quizá no tuvo más culpa que confiar demasiado en las fuerzas del país y en la lealtad de sus amigos—esto fuera de los otros defectos que pudiera tener y de los otros errores que hubiera cometido.—Á mí no me toca acusarlo, y debo decir que no cargué la romana sobre él cuando lo vi caído, porque... porque no me pareció un ademán elegante.
Eulalia, que no había encontrado mal mi aparente fidelidad, me dijo al fin:
—Creo que han hecho bien en derrocarlo.
—Me parece lo mismo.
—Pero lo ayudabas...
—Era mi deber.
—Me gusta eso que dices—y su mirada me perdonó muchas cosas.
Yo pensé en María, y reproduje el diálogo que podríamos haber mantenido los dos en las mismas circunstancias:
—¿Obedecías á tu deber ó á tu interés? Protesta violenta de mi parte.
—En fin, tú debías comprender que el Gobierno no marchaba, como se ha dicho en el mismo Congreso, hechura del Presidente, en ese Congreso que tendría que cambiarse antes