Es lo que hizo, pues no habló de ir á ponerse personalmente al frente de sus tropas, ni tampoco de huir como una rata de una casa incendiada. Pensé que se amoldaba, como yo, á las circunstancias que lo habían llevado tan alto, y que sabría esperar otras, en caso de derrota.
No era esta tranquilidad patrimonio de todos.
Pepe Serna, por ejemplo, gritaba jurando que había que poner á raya á los revoltosos y darles en seguida una fiera lección, sin suponer por un momento, en su inconsciencia, que aquello se caía á pedazos. Otros, al contrario, se agarraban la cabeza, como si el cataclismo que presenciaban fuera el anuncio del juicio final.
Recuerdo un juez que, tragando saliva para parecer completamente tranquilo, preguntaba de grupo en grupo, después de una torpe entrada en materia, un «á propósito» tirado por los cabellos:
—¿Cree usted que si la revolución triunfa habrá juicios políticos? Nuestra historia revolucionaria los repugna, y generalmente, la más amplia amnistía...
No le hacían caso, como diciéndole «ve á hacerte ahorcar en otra parte», y, en efecto, sólo años más tarde cayó como un vulgar pillastre, en un asunto de aprovechamiento de ajenas falsificaciones...
El hombre que más me interesaba era el presunto candidato á Presidente de la República.
Pasó varias veces frente á mí, dueño de sí mismo, habiendo medido ya todas las posibilidades que se le presentaban, porque tenía talento.
Era el que jugaba más fuerte en la partida, y hubiera pagado por saber el desarrollo de sus pensamientos íntimos, pero aunque reinara entre nosotros cierta antigua y aparente intimidad,