encontraba una superioridad en María, quién sabe por qué atávica preocupación, olvidando que mi mujer era toda una señora. Rozsahegy, Blanco: todo estribaba aquí: cuestión de pronunciación.
María, entretanto, estaba en Buenos Aires, y no se ocupaba para nada de mí. Llevaba, seguramente, una vida análoga á la de Teresa, y dedicaba á Vázquez ó á su deber, todo su tiempo y todo su pensamiento. No se la veía jamás en parte alguna. Vázquez deseaba hacer un viaje á Europa. Quería completar su educación y ver de cerca, en la realidad, lo que le habían mostrado los libros, sintiéndose capaz de ser útil á su tierra, no porque fuera á aprender más en el extranjero, sino por la mayor autoridad que una permanencia en el viejo mundo le daría. Imitando burlescamente aquello de Calderón de que «porque no sepas que sé que sabes flaquezas mías», observaba que, para ser eficaz, es preciso que los demás «sepan que uno sabe», ó lo supongan, que es lo mismo.
Una tarde, comentando la crónica del Congreso de los diarios de oposición, en la que se me trataba muy bien, llegué á decirle que despreciaba resueltamente á todos esos escritorzuelos, y que, cuando mucho, los toleraba. El romántico de Vázquez me contestó, animadamente:
—¿Los toleras? ¡Pero, tonto! ¿No ves que ellos son los únicos que hacen algo y que tienen el derecho de «tolerar»? ¡El más insignificante tiene mayores probabilidades que tú y que yo, de ser admirado y venerado por los que vienen!... Pobre consuelo, dirás. Pero es que ellos cobran su paga mental por adelantado, y no la descuentan para poder enorgullecerse aún más de sí mismos... Están bien convencidos de