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IV

Antes de los quince años había comenzado ya mi historia pasional—que así debe llamarse, libre como estaba de todo sentimentalismo.—Bajo la influencia del clima y las costumbres—ardiente el uno, libres las otras por su mismo carácter patriarcal,—en los pueblos de provincia y hasta en las capitales populosas, el hombre despertaba en el cuerpo del niño cuando en otros países apenas si apuntarían las primeras vislumbres de la adolescencia. La iniciación de los muchachos era siempre ancilar: las inmensas casas bonaerenses, y más aún las provincianas y campesinas, con tres grandes patios y, á veces, huerta, llenas de vericuetos, escondrijos y rincones no frecuentados por la gente mayor, hacían ineficaz la vigilancia paterna despertada por algún síntoma ó indicio que aconsejara la represión, tanto más cuanto que los criados eran por lo común cómplices y encubridores, á cambio de reciprocidad[1]. Poco á poco, este defecto de nuestra organización doméstica, tan contrario á los principios entonces imperantes, ha venido modificándose, no tanto por mayor disciplina moral, cuanto por la fuerza de las circunstancias que, dando enorme valor á la tierra, han empequeñecido las casas, facilitando la observación y agrupando más la familia. Véase cómo causas al parecer muy lejanas en la materialidad de las cosas, producen en la conducta de los hombres los más inesperados efectos. En este caso, los instintos en libertad se han visto paulatinamente coartados por las exigencias de la vida, es de-


  1. Ver «La ciudad indiana» de J. A. García.