me ponían nunca muy de relieve, mientras que lo segundos, conquistados, cargaban la romana sobre otros, nunca sobre mí, y estaban (unos y otros) tanto más conformes conmigo cuanto que no me daban notoriedad. Los correligionarios hablaban de Mauricio con mesura y respeto; los opositores, dada mi insignificancia, cuando me nombraban solían—rara vez, pero solían—deslizar una palabra amable junto á mi nombre.
También es cierto que nunca me opuse á un sablazo, ni negué una recomendación, ni dejé de aparentar que buscaba un puesto, ni hablé mal sino de los caídos, ni hablé bien sino de los notorios y momentáneamente «indiscutibles». Y los cuentos y comentarios me llegaban.
—Yo no tenía talento, pero era, en cambio, bondadoso; no tenía ilustración, pero era inteligente y receptivo; no tenía moralidad, pero era muy tolerante para los defectos ajenos; no tenía carácter, pero era incapaz de hacer daño á una mosca; no era altruista, pero no dejaría á nadie sin comer por hartarme yo.
Virtudes negativas, pero, al fin, virtudes.
Pero, pasemos. Tal era mi acción, la única que me interesaba para mantenerme en la posición debida: frecuentando la sociedad, por lo que podía darme, gracias sobre todo á las mujeres, haciendo pequeños «negocios» para poder vivir sin comprometer mi fortuna y con ella mi libertad de acción; entregándome á veces al placer, en forma que la plebe dogmática encuentra excesiva; presentándome como un elegante y un gran señor, sin exageración,—para no morirme de hastío en los momentos obligados de inercia, aparecía yo como un protector nato de las letras y las artes, que no me importan un pito, era el ídolo en los salones, el pico de oro en la Cámara, el instrumento admirable y admirado del Gobierno—á quien no