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al fin, es de una vieja y respetable familia del país. Pero, justamente, Eulalia, que tiene la bondad de Teresa y la individualidad de María, es la única que no puede exigirme que la imponga á esta sociedad, por mezclada que esté, porque no he de llevarla á los «bailes de la Bolsa» ú otros «peringundines», sino precisamente á los salones tradicionales que hoy están semicerrados, y donde sería muy posible que nos recibieran mal.

Mi tía Mónica, aquella excelente dama que había quedado soltera porque un médico, allá en su juventud, le cortó un músculo del cuello y la dejó para siempre con la cabeza bamboleante, como una perlática, mi madrina de casamiento, en fin, me ilustró el punto casi con tanta crueldad inhábil como la del cirujano que la mutilara agostando su juventud, su gracia y su talento de mujer.

—Tenemos, sí—me dijo,—la aristocracia del dinero; pero es superficial, mientras no desaparecen los que lo han ganado directamente.

Recuerda, Mauricio, el dicho de aquel extranjero en Colón, al ver cuajada de diamantes nuestra más alta sociedad: «¡Muy hermoso, pero huele á bosta!» Todos somos descendientes de negociantes ó estancieros; eso lo sabemos muy bien. Pero todo el mundo se esfuerza para hacerlo olvidar, y en tal caso, el que está más lejos de su abuelo pulpero, tendero, zapatero ó criador, es el más aristócrata. Tú, con tu casamiento, has perdido dos ó tres peldaños, porque el patán de tu suegro vive, y se muestra demasiado... Es un «carcamán», y eso no se te perdona.

Mauricio Gómez Herrera, sin el «carcamán», sería como algunos de sus primos ó sobrinos, que, sin dinero, y aunque puedan, por excepción,