—Sí, «hiquito» sí. Yo no puedo hablar, pero...
no hagas nada sin consultarme antes. Sobre todo, no «vendás».
Y en voz más baja:
—Ni «pagués»... hay tiempo.
El ataque de Irma se explicaba en cierto modo, porque, desde que volvimos á Buenos Aires, arrebatándome el torbellino de la vida, no fuí ni podía ser para Eulalia el compañero amable, despreocupado y cariñoso de todas las horas.
Un desencanto, también, la afligía y marchitaba:
yo no era siempre, en la intimidad, el orador elocuente y triunfal, ni el ameno y espiritual convidado de las reuniones sociales, sino un ser común, como un actor que no sólo ha abandonado la escena sino también los bastidores.
En cambio, á mí, hecho á todas las libertades del sensualismo, en los acercamientos venales ó caprichosos, la austera unión que ella consideraba única posible, me parecía insulsa y timorata. Sin tenernos en menos, íbamos alejándonos poco á poco, pues; ella, sufría, yo...
filosofaba.
Quizás ahondé esta separación, cuando, al recibir días después la noticia de la muerte de mamita, y olvidando nuestras conversaciones de Montevideo, me opuse á que Eulalia fuese conmigo, pretextando las molestias y fatigas del viaje hasta Los Sunchos, donde las autoridades, con exquisita deferencia, me aguardaban para el sepelio y los funerales, que habían preparado magníficos. Allí me hice contar los últimos momentos de mi viejita.
Se había ido apagando poco á poco. Ya no andaba, sino arrastrando los pies, como quien patina, para llegar penosamente hasta el sepulcro de mi padre. No hablaba, pero sonreía á todo, con esa sonrisa entre compasiva y alegre que suelen tener muchos ancianos, y que