su «voluntad» de una manera demasiado imperativa á veces.
Pero, admirando el tipo, aunque no fuera de mi credo ni de mis conveniencias, no estaba dispuesto á dejarme engañar por su viaje y por su mansedumbre.
—¡Sí!—me dije.—Revolucionario recalcitrante se ha domesticado hoy, y no quiere sancionar una cosa que, sin embargo, le parece inevitable.
Desearía ser el gran pacificador, después de tantas revueltas. ¡Está bien! ¡Está bien! pero se va para permitir que la revolución estalle... ¡Es evidente! Y, como es evidente, hay que andarse con cuidado... con más cuidado que nunca.
Y mientras los otros comentaban estos acontecimientos con un sentimentalismo trasnochado, utilitario ó lírico, yo juzgué conveniente saber lo que al respecto pensaba mi suegro Rozsahegy, el más grande de los hombres de la época, porque era el más práctico. Nunca, entre nosotros se ha consultado bastante al extranjero, que será el más egoísta, pero que es también el más capaz de imparcialidad. Como no se ha consultado al criollo que se queda afuera de los negocios y la política, sin tener en cuenta el famoso dicho de los jugadores de carambola:
«Mirón y errarla»...
Con la más absoluta de las aprobaciones por mi parte, Rozsahegy no dotó á Eulalia, aunque se comprometía á pasarle una mensualidad crecida «para alfileres», y aun cuando tomó á su cargo todos los gastos de instalación en nuestra casa, cercana á la suya, que yo organicé y Eulalia perfeccionó en los detalles, con su buen gusto innato. Yo no tenía, pues, reparo en hablarle de asuntos de interés, «cuestiones financieras», porque estábamos, respectivamente, en la independencia total.