pobres criaturas ridículas y pretensiosas, verdaderos parásitos de la sociedad, soñadores inútiles que llegan á creerse llenos de influencia y de poder. Idiotizados, viven mirándose los unos á los otros, y como ellos son los que escriben en los diarios y á veces en los libros, llegan á creer que todo el mundo está pendiente de ellos, cuando á nadie importan un ardite. Chicos y grandes les han manifestado siempre su inane insuficiencia, pero ellos—tieso que tieso,—lejos de convencerse, protestan contra una ignorancia y una envidia que sólo existe en su cerebro.
Y como, á fuerza de escribir cuartillas, al fin llega á salirles algo bonito, puede que, cuando alguno de ellos muera, le pongan una chapa de bronce en el sepulcro, ó le hagan un bustito, ó se cite su nombre en las antologías de escritores regionales.
Ya se verá, después, con qué rima éste mi justo enojo contra los escritorzuelos periodísticos de aquella época... y de otras, anteriores y posteriores.
Por el momento, en mis charlas con los redactores del órgano oficioso de la tarde y el oficial de la mañana, traslucí una cosa que acabó de darme mala espina: Los diarios de oposición se enriquecían, mientras que los nuestros vivían apenas de las subscripciones gubernativas, y para circular un poco tenían que enviarse casi gratuitamente á correligionarios y empleados públicos; esto tenía dos explicaciones:
ó estaban administrados y dirigidos por gente demasiado ávida de dinero, á la que nada bastaba, ó el soberano público se mostraba para con ellos de un desdén desesperante. En la disyuntiva, tomé sabiamente el término medio y me dije:
—El público los abandona un poco, y los empresarios aprovechan un mucho de la situación.