sólo ellos se hacen caso, y su ceguera llega á tal punto que se esfuerzan por destruirse unos á otros, sin ver que todos están destruídos por definición en un país como el nuestro, donde apenas si pueden hacer el papel de víctimas cómicas.
Y lo más curioso es que esos pobres parias, tomaban ó fingían tomar bajo su protección, á pintores, escultores, músicos, actores y hasta sabios á la violeta, que—á su vez—les formaban círculo, creando en la vida porteña algo así como uno de esos islotes del Paraná que nadie utiliza, porque se inundan, están llenos de sabandija y no tienen comunicación con la vida comercial.
Mi espíritu curioso me hacía no espantarlos ni alejarlos; para eso los trataba en serio, fingía interesarme en lo que hacían, y hasta cuidé de aprender el título de alguna de sus publicaciones.
En cuanto citaba éste, el rostro de mi escritor se iluminaba, y ya no tenía más que dejarlo hablar, porque me repetía lo que había dicho, pidiéndome mi parecer, cosa fácil de exponerle con un ¡ah! ó un ¡oh! admirativo, ó con una sonrisa entendida y un movimiento de cabeza.
Como los diarios tienen que llenarse con algo, y ya en aquella época disminuían las transcripciones y traducciones de los periódicos europeos, estos desgraciados plumíferos alcanzaban de vez en cuando un sueldecito, y vivían muriendo, á la espera de un puesto oficial ó en la espectativa de un cambio de situación... No saben cuánto me he reído de ellos, como no saben cuánto se han reído de ellos los directores y administradores de los diarios que redactaban, gente cuyo único propósito era sacar las castañas del fuego con la mano del gato... Lo digo, para que aprendan los ingenuos que quizá pretendan recoger ahora la herencia de esas