no hubiera hecho otra cosa que comprometerme, lo mismo que hablar en público. Sin embargo, á veces pensaba que me gustaría tener tiempo y ganas de escribir una novela: un simple antojo irrealizable de aficionado. Á encontrarme con la constancia necesaria para acometer el proyecto, lo iniciara como la novela del progreso de la República Argentina, tomando por personaje principal una figura simbólica que no fuese sino un vago mosaico cambiante, más espléndido y luminoso cada vez. Esa figura no sería nadie y sería todo el mundo, y un «todo el mundo» de una fuerza genial. Obsérvese:
todos trabajan, todos han trabajado, el magnífico producto está á la vista, pero nadie puede discernir lo que ha hecho cada cual, ni lo que ha ejecutado un grupo, ni un partido, ni una raza, como en esos guisados de la gran cocina, en que se mezclan y confunden mil ingredientes para producir una cosa única. En mi novela, el guisado sería el protagonista y los condimentos el resto de los actores...
Pero bien pronto, renunciaba á estas tontas divagaciones peligrosas, y cuando mucho escribía un sueltecito de crónica social, adulando á mi más reciente conquista. No tengo carácter para víctima, ni me gusta el papel de «genio incomprendido». Allí, en la imprenta, estreché relación con algunos escritores y pichones de escritor, que á estas horas han muerto de miseria ó han cambiado de rumbo, dejando de escribir otra cosa que cuentas y facturas.
Pero, entonces, me hacían morir de risa con su petulancia. Se reunían entre ellos para quemarse mutuamente incienso, miraban á los demás por encima del hombro, como si perteneciesen á una raza subalterna, y luego se entredevoraban, despreciando á los ausentes. ¡Pobres tontos! No veían ni han visto nunca que