perspectivas me apresuré á decir «ahí queda eso» y á abandonar al Presidente para no caer con él, si caía, como era ya muy probable. Pero quien tal crea no me conoce. Hilo más delgado que todo eso. Sin que me preocuparan mis deudas á los Bancos, que podrían apretarme el torniquete en caso de defección (hasta cierto punto apenas, pues la mayor parte de mis letras no estaban firmadas por mí); sin que me moviera ningún motivo sentimental, rechacé la idea de pasarme á las filas contrarias desde el punto en que se presentó á mi imaginación. No era ése el papel que me convenía. Si hubiese ocupado el puesto eminente con que soñé al venir á Buenos Aires, si fuese uno de los hombres de alta significación de la época, no digo que no me hubiera convenido una actitud de héroe salvador del país, tanto más cuanto que podría adoptarla sin arriesgar nada ó muy poco—los situacionistas que cambiaron de casaca no se cuidaron de devolver previamente lo que habían comido;—pero, dada mi relativa insignificancia de hombre de tercero ó cuarto término, casi perdido entre la multitud, y que apenas conquistaría un miserable ascenso en las filas contrarias, no había ventaja alguna para mí en la maniobra. Lo útil, lo verdaderamente provechoso era pasar inadvertido, permaneciendo fiel á «la causa»: con eso no tenía nada que temer, y sí mucho que esperar. Nuestro partido seguiría gobernando—por lo menos en un período de muchos años,—y salvo los que se hubieran comprometido exageradamente en aquel tiempo, todos quedaríamos en disponibilidad, y con muchas mayores probabilidades de ocupar los altos puestos.
¡Sabia política, de la que nunca me felicitaré bastante, porque mis vaticinios resultaron plenamente confirmados: los opositores tradicionales