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en los puestos avanzados; el descontento cundía, á pesar de esfuerzos tan extraordinarios como una gran reunión de los jóvenes, declarándose dispuestos á sostener al Presidente sin condición alguna, hiciera lo que hiciera.

—No tengo el ánimo tan tranquilo como mis correligionarios. Todo me huele á tormenta, y aunque yo poco he de perder, me gusta ver cómo van desarrollándose los sucesos, para que no me tomen de sorpresa.

Volvimos á Buenos Aires, y mi primera visita fué para el suegro, el mejor de los informantes.

—La situación es aparentemente sólida—me dijo Rozsahegy, en su media lengua.—El Presidente cuenta con todos los Gobernadores de provincia, con la inmensa mayoría de las Cámaras, con todo el ejército y toda la escuadra, con una policía aguerrida y resuelta, con diarios que defienden todos sus actos. ¡Muy bien, perfectamente! Este conjunto parece demostrar que está firme en el poder, pero hay vagas señales de que no es así. La Bolsa se muestra recelosa. Muchos economistas y aun simples comerciantes encuentran que se abusa del crédito.

Los diarios de oposición exageran los ataques, sembrando una gran desconfianza en el público. Todo esto parece nada, pero es mucho para el que sabe ver más allá de sus narices.

Si no fueras «mi hico»—agregó tuteándome, pues me trataba indistintamente de tu ó de usted,—no te lo diría, pero... ahí está... Es bueno que te dés cuenta de las cosas antes que los demás. ¡Para algo soy tu suegro, tu suegro Rozsahegy!...

Y después de una pausa, agregó:

—Hay que andar con mucho «oco». Un derrepente, ¡cataplúm! No dejaron de alarmarme estos informes, pero