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en que usara á toda hora, para demostrar su riqueza y su distinción. Mi mujer no se puso ninguno, ni para los paseos matinales, ni en nuestras excursiones por las playas, y aun de noche, cuando bajábamos al gran comedor del hotel, se vestía con una modestia que hacía resaltar su buen gusto. Yo no estaba todavía en condiciones de raciocinar sobre esto, pero me producía buena impresión, como la que se experimenta ante un cuadro bien compuesto, en que nada choca. En ella era, también, instintivo, y fué desarrollándose con la edad. Los grandes vestidos de nuestros Worms ó nuestros Paquins bonaerenses, quedaron, pues, para las noches de Ópera y las soirées extraordinarias.

En nuestras charlas interminables, mientras paseábamos lentamente por la arena de Ramírez y los Pocitos ó á lo largo del puerto, viendo la ciudad tendida en anfiteatro, el pequeño Cerro con su fortaleza que parece un juguete de cartón, la rada con sus vapores y sus buques de vela, que cabeceaban mecidos por el oleaje, los botes de pasajeros que la marejada sacudía, los barcos de pesca con su latina al sol, las bandadas de gaviotas vocingleras, Eulalia solía mostrarse melancólica, y entonces me hablaba de mi madre con una ternura que sólo podía comprender como un reflejo de su afecto hacia mí.

—¿Me llevarás un día? ¡Deseo tanto conocerla!...

Mientras no la conozca me parecerá que no te conozco bien á ti tampoco... Debe ser una de esas señoras antiguas, tan graves y tan modestas, que se hacen respetar por todo el mundo sin necesidad de exigirlo, y que, en medio de su gravedad saben sonreir, y estar siempre de buen humor, con infinita benevolencia, con inagotable bondad, ¿no es cierto?