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ve á un tiempo á un lado y otro, desde ciertos rincones, y las playas de baños, y las plazas llenas de gente elegante, y las avenidas sombreadas de árboles, y los parques antiguos, como la quinta de Buschental, llenos de poesía...

¡Á un paso de la gran ciudad argentina, y tan diversa de aspecto, de modo de vivir, hasta de calidad de ambiente! ¡Con cuánto gusto hubiéramos estudiado á fondo todo aquello, Eulalia y yo, si hubiéramos ido allí en otras condiciones! Pero, ¡ya se ve! No teníamos un minuto que dedicar á las cosas exteriores, y, seguramente, me parece que en el caso, lo mismo hubiera sido Montevideo que Martín García, Martín García que Santa Cruz ó Ushuaia.

Porque yo estaba enamorado de mi mujer, ella de mí, y nuestra luna de miel se prolongaba indefinidamente, tibia, clara y dulce, como una caricia de niño.

Descubrí en aquella muchacha méritos insospechados, fuera de sus atractivos físicos, que eran avasalladores. ¿Cómo había nacido aquella flor del aire entre aquellas zarzas groseras? ¿De dónde le venía toda aquella delicadeza angelical, aquella elegancia sin esfuerzo, aquella pasión ardiente y pudorosa á la vez, aquella alta dignidad que se imponía entre sonrisas y blandos ademanes acariciadores? ¡Cuánto y cuántas veces me felicité de que una desinteligencia inexplicable, si no un acto instintivo, me hubiera obligado á romper con María, la severa, la que á los treinta años sería inevitablemente un fiscal pensante y actuante, un censor celoso del marido! Obligado á romper, digo, y de un modo inevitable: ¿No hubiera roto yo, de todos modos, considerando que aquel enlace no me convenía y que se me ofrecían en Buenos Aires cien partidos mejores, aun sin contar á Eulalia? y ¿no hubiera roto ella, antes de finalizar el año