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para darnos el placer de verles perder una rueda. Poníamos, así, en escena, episodios de Gil Blas ó de Paquillo Aliaga, que yo contaba compendiosamente á «mis hombres», sugiriéndonos que éramos la banda de Rolando ó de Juan Bautista Balseiro, y la imaginación se encargaba de complementar lo que en nuestro acto quedaba de trunco y de estéril: con el pensamiento despojábamos coche y pasajeros, jinete y montura, carro y conductor, llevándonos á la madriguera á las personas de fuste, para exigir luego por ellas magnífico rescate. Otras proezas eran menos dramáticas: algunas noches muy frías, cuando todos dormían en el pueblo, y en nuestras casas nos creían en cama, soltábamos un gato previamente enfurecido, ó un perro asustado, con una lata llena de piedras en la cola, para divertirnos viendo á los vecinos alarmados asomarse en paños menores á puertas y ventanas bajo la lluvia torrencial y el viento helado.

En primavera, gozábamos invadiendo los jardines de los pocos maniáticos de las plantas, y podando éstas hasta el tronco ó despojándolas simplemente de todos sus botones. ¡Qué cara la de los dueños al encontrarse, por la mañana, con la desolación aquélla! ¡Ni la de un candidato frustrado cuando creía más segura su elección!

En verano pescábamos valiéndonos de una especie de línea, las ropas de los que dormían con la ventana abierta, y luego quemábamos ó enterrábamos aquellos despojos, para no dejar rastros de nuestra diablura, realizada sin idea de robar, por el gusto de hacer daño y reirnos de la gente. Así, rara vez aprovechamos del poco dinero que quedara en los bolsillos, por casualidad, pues en Los Sunchos, como en todo pueblo chico, nadie tenía que pagar al