el modo de castigar esa infamia y evitar sus desastrosos efectos! Créeme ó no me creas; no te doy explicaciones; no hago sino decirte la verdad. Es una canallada sin nombre, de las que sólo se ven en estas sociedades inorgánicas, donde los espíritus maléficos encuentran terreno propicio para sus hazañas. Al chisme se agrega ahora, gracias á los periodicuchos inmundos, la noticia, inocente en apariencia, pero cargada de veneno. ¿Te callas? ¿no me dices nada?
—Ya es tarde—repliqué.—Te creo, pero ya es tarde.
—¡Cómo! ¿Lo de tu compromiso es cierto?
—De lo más cierto del mundo. Y no sé cómo puede componerse todo esto...
Calló largo rato, y, al cabo, meneando la cabeza, sin dolor, sin alegría, dijo, como contestando á mi última frase:
—Yo sí.
—¡Yo también!—exclamé, riendo forzadamente, y encogiéndome de hombros.
Y, doblando una esquina, á que llegábamos, añadí, con sorna:
—¡Muchas felicidades, como dice María! Se quedó clavado, y yo me fuí sin volver la cabeza.
Mis bodas, meses más tarde, fueron todo un acontecimiento social en la capital de la República.
La bendijo uno de los príncipes de la Iglesia, á quien fuí á pedírselo por indicación de mi suegro, que deseaba verme en buenas relaciones con el alto clero. Yo asentí, naturalmente.
—La fe es una de las columnas más robustas de la sociedad—pensaba,—y cuando en Los Sunchos y en la capital de mi provincia quise desviarme de ella, hasta ponérmele en contra, no veía que atacaba mis propios intereses, mi