No puedo suplicarle, no puedo llorar...
Ya supondrá usted todas las súplicas que formulé, todas las amargas lágrimas que he derramado en estos años tan largos... inacabables...
Pero comprendo que mi actitud lo sorprende y lo hiere... No me conteste por el momento, no... Yo también he tenido que meditar mucho antes de dar este paso... Aquí tiene usted mis señas... Hable á su conciencia, ella le dirá... Y yo esperaré su palabra, que vendrá, ó no... Adiós, Mauricio...
Dejó su tarjeta sobre un velador, hizo un movimiento como para acercarse á mí, pero se contuvo, y, muy digna, salió paso á paso del salón.
Juraría que nadie creerá lo que pensé mientras, petrificado, miraba alejarse para siempre á la nueva Teresa. Y lo que pensaba era, sencillamente:
—¡Parece mentira que de aquello haya salido esto! Si me hubieran dicho que la cándida y vulgar Teresa... ¡Decididamente, éste es un gran país!...
Pero, acto continuo, volví al sentimiento de la situación. Había sido ridículo y de una pobreza inverosímil de recursos. ¡No encontrar nada, nada, nada que contestarle! ¡No acertar con nada, sino con una irritación absurda, una cólera terrible, mortífera quizá, que sólo había podido dominar lo que se llama «educación», que no es sino una autodomesticación de la fiera!... ¡Y ella, que no me había dado ni el más mínimo pretexto para el estallido, para el estallido salvador que hubiera convertido en trágica ó siquiera dramática aquella escena tan profundamente ridícula!...
—¡Manuel! ¡Manuel! ¡Manuel! Azorado, el gallego asomó su hocico á la puerta de la sala.