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adoptivo... ¡Oh, Teresa!... ¿Y puedes... y puede usted haberlo puesto en duda?...

—No se trata de eso, Mauricio—dijo, dolorosa.—Lo único que el niño necesita es un apellido legítimo y el honor de su madre... ¡Oh, no se espante! ¡Usted se equivoca mucho al suponerse, ni por un momento, en una situación sin salida, ó, por lo menos, difícil de resolver!...

¡Nada más fácil, por el contrario! Aquella pobre Teresa Rivas de Los Sunchos, tan ingenua, ha cedido su puesto á la mujer experimentada que Mauricio Gómez Herrera la invitó á ser para que fuera digna de él... Esta nueva encarnación no pide nada para ella, vuelta ya de su engaño, pero tiene un hijo y viene á preguntarle: Mauricio, ¿qué va usted á hacer por esa infeliz criatura?... ¿Nada?...

¿Nada?...

Me quedé silencioso, aterrado. Ella calló, también, medio minuto, impávida, mirándome con sus olímpicos ojos de ternera.

—Esto no es una tentativa de «chantage», Mauricio, ni un arrebato de sentimentalismo malsano. Lo vengo pensando hace mucho, y creyéndolo mi estricto deber y recordando sus promesas, he querido, por primera y última vez, ponerlo frente á frente á su deber, al suyo, sin imponerle que lo cumpla. Puedo hacerlo ahora, mientras es todavía tiempo, mientras el niño no entre de lleno en la vida... pero ni reclamo ni impongo nada...

—No sé cómo...—murmuré, dándome aires de irritación.

—¿Es cierto, entonces, el rumor que ha llegado á mis oídos? ¿Se casa usted con María Blanco?

—¿Con María Blanco? ¡No!

—Importa poco... Será con ella, con otra, ó no será... Lo que yo tenía que hacer está hecho...