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—He vacilado mucho antes de venir—murmuró,—y ahora veo que tenía razón en vacilar, puesto que ni siquiera me conoce.

El ceceo me la reveló.

—¡Teresa!—exclamé, atolondrado, sin acertar á moverme ni á decir más.

—Sí, Teresa Rivas... Era mi deber hablar una vez siquiera con usted, Mauricio, y por eso vengo. Hay en mi casa una criatura que ya va á ser un hombre, mi hijo, que tiene derecho á preguntarme quién es su padre... Se llama Mauricio Rivas, y es un muchacho inteligente y bueno, trabajador, y más noble...

Yo callaba. Teresa se interrumpió para continuar en seguida, con un esfuerzo, conmovida hasta las lágrimas:

—Ese niño, ese jovencito, está al abrigo de la necesidad, ha recibido una excelente educación, porque su madre no es ya una campesina tosca é ignorante, y puede emprender cualquier carrera, aspirar á cualquier situación...

con tal que la sociedad no le cierre sus puertas...

Ese niño no tiene padre.

Yo estaba en ascuas. La inesperada escena, descabelladamente romántica, me ponía fuera de mí. Ganas me daban de tomar á aquella mujer por la cintura y ponerla sin ceremonia en la puerta de calle. ¡Caramba! ¡Y qué complemento á la comedia idiota de casa de Rozsahegy!

—Ese niño no tiene padre—continuaba diciendo Teresa, balbuciente,—y este defecto le hará tropezar con gravísimas, con quizá insuperables dificultades, aunque sea relativamente rico, porque, por más que se diga, en nuestro país el dinero no es todavía el todo. Por eso, como usted, Mauricio, es su... amigo más cercano, he venido á preguntarle—¡oh, sin segunda intención, sin exigencia alguna!:—Mauricio,