supieran que, conquistando una de las mujeres más hermosas de Buenos Aires, conquistaba, también, una fortuna que me ponía fuera de todo parangón: Mauricio Gómez Herrera, gran familia, gran posición, gran talento, gran fortuna!, ¡todo! ¡Oh, circunstancias, amigas mías! ¡oh, santo oportunismo, oh, propicia fatalidad, que llevas de la mano hacia todos los triunfos y todas las cumbres á los elegidos de tu capricho!...
¡Y la venganza!...
Sin embargo, la mañana siguiente me trajo un rato de malhumor. Eran las once, cuando mi «valet de pied» se atrevió á despertarme con una serie de discretos golpecitos á la puerta de mi dormitorio.
—Una señora espera en la sala...
—¡Imbécil! ¿no te he mandado que me dejaras dormir?
—Son las once, señor, y don Marto me ha dicho que podía despertarlo.
—¡Ah, bueno! ¿Quién es?
—Una señora. No ha dicho su nombre.
¡Tantas señoras!... ¿Un sablazo matutino? ¡Bah! «Noblesse oblige».
Sobre el pyjama me puse la «robe de chambre», y me dirigí serenamente á la sala, seguro de que el sablazo más feroz no podría interesar sino la superficie de mi coraza, reforzada por Rozsahegy.
¿Quién es? No la conozco. Porte distinguido, ojos negros y severos, traje elegantemente cortado, sombrero de buena marca, ni una alhaja, nada que choque al gusto más refinado.
—Señora... usted disculpará; pero, por no hacerla esperar... ¿Á quién tengo el honor?...
Se había puesto de pie al verme entrar, con una actitud desconcertada, como si sólo esperara mi presencia para marcharse, más que como demostración de respetuosa cortedad.