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agua de manantial en la sima de un profundo barranco.

Y, á los postres, la voz de Rozsahegy retumbó como un trueno, haciendo retemblar hasta aquellos mismos peñascos de carne:

—¡Traiga champaña! ¡Ahora tenemos que brindar por los novios: mi hica Eulalia y don Mauricio Comes Herera! ¡Oh, manes de mis antepasados! ¡Qué satisfechos debisteis sentiros en aquel momento! Y, al fin y al cabo, ¿por qué no? Si no entonces, lo habréis estado más tarde, al ver unida á la fuerza del conquistador que ante nada se detiene, esa otra fuerza más pura y distinguida que proviene de vosotros...

No hay que buscar tres pies al gato en nuestra plebeya aristocracia, donde, salvo algunos, todos tenemos abuelos mercaderes ó artesanos.

Y nuestros antepasados más nobles no se quejan.

Ellos mismos lo han dicho en sus declaraciones doctrinarias: todos somos iguales, y un detalle de educación no es cosa que pueda conmover sus huesos en la gloriosa tumba... Además, Eulalia hubiera podido ser en sus tiempos, como lo es hoy, una gran señora, porque como vosotros, ¡oh, abuelos míos!, hijos de europeos también, nació en esta tierra de belleza y de intuición...

En suma, cuando brindamos, eran ya las doce de la noche, porque el «menú» había sido desbordante. Una taza de café ó de té, enormes cigarros habanos, licores, más champaña para los que lo deseaban—Coen, el político influyente, Ferrando, el otro «high-life», varios jovenzuelos;—bombones para las niñas; monadas de madama Coen, dirigidas ya abiertamente á Ferrando, con abandono de mi humilde persona; una ó dos frases pseudo amables, pero bien perversas, de la «demoiselle de